martes, 16 de junio de 2009

"El Machista", por Rolando Hanglin

Un divertido -y muy cierto- cuentito de Rolando Hanglin (en La Nación de hoy):

El Sr. Fernández llega a la oficina a las ocho en punto de la mañana. Siempre ha sido cumplidor: treinta años trabajando en distintas empresas, y jamás dejó de presentarse a las ocho en punto. Aunque estuviera enfermo. Siempre correctamente vestido y decidido a trabajar hasta las ocho o nueve de la noche.

El Sr. Fernández se sienta frente a su escritorio. Al rato llega el Sr. González, que se sienta en el pupitre de al lado, y luego la señorita López, que se permite llegar a cualquier hora porque disfruta de ciertas ventajas, en fin.

La señorita Inés, secretaria del Máximo Jerarca, se hace oír desde el talk-back.

- ¡Fernández, lo llama Jerarca!

Nuestro hombre se levanta de un salto, toma sus carpetas y camina de prisa hasta el despacho del Máximo. Golpea suavemente la puerta.

- ¡Pasá!- truena la voz de Jerarca. Un hombre imperativo, de carácter recio, pero, buena persona.

- Pasá te dije, Fernández. No, no te sentés. Escuchame una cosa.

Máximo Jerarca no termina de iniciar su discurso. Es como si disfrutara de este momento de suspenso, casi diríamos de angustia, porque su semi-sonrisa no permite adivinar si tiene buenas o malas noticias para comunicar.

- Tu sección, Fernández. Ha perdido tres puntos porcentuales de venta en el último bimestre. ¡Tres puntos! ¿Tenés alguna idea de lo que está pasando?

- Este no, señor Jerarca, me agarra tan de sorpresa. Pensé que estábamos vendiendo bien. Si usted me permite ver las cifras de venta, cuadra por cuadra, a lo mejor puedo analizarlas y sacar alguna conclusión útil.

- ¡Las estadísticas de venta son exclusivamente para el personal jerarquico, Fernández! ¿No lo sabías?

Fernández baja la cabeza y calla.

El Máximo suspira, fuma su largo cigarrillo rubio, carraspea y dice:

- Está bien, Fernández. Andá. No te necesito más. Veremos qué hacemos...

Ese "veremos" es como un puñal clavado en las entrañas. Fernández vuelve a su escritorio. A las 10.45 se levanta para orinar. A las 12.50 vuelve a levantarse para comer un tostado de jamón y queso, y un café con leche. Ese es su almuerzo, en el barcito de la cuadra. Luego hay una reunión de Ventas (a las 14) una sesión de control estadístico para verificar precios y bonificaciones, y la habitual tarde de planillas, cálculos y números.

Fernández sale de la oficina a las 20.30, cansado y con hambre. Sube a su Fiat 99 pero descubre que se ha quedado sin nafta, y el celular no funciona porque la batería está agotada, de manera que no hay modo de comunicarse con el Auxilio. Baja del auto y busca un colectivo: ¿El 229, el 60, el 119? Todos están llenos, y para colmo Fernandez no recuerda cuál es el que va para su barrio. Que es el viejo y noble San Fernando, cerca de la Estación Tigre.

Largo viaje en colectivo, parado. A las diez de la noche, Fernández entra a su casa. Abre con su propia llave.

- ¡Se te hizo tarde, gordo! ¿Qué te pasó?- grita Nelly desde la cama.

- Problemas, problemas.

- Bueno, servite. Ahí en la mesa tenés fideos. Están calentitos. Yo estoy hablando por teléfono con mi cuñada. Hay un lío bárbaro con la profesora de Pilates. Después te cuento.

Fernández se sienta a la mesa. Los fideos están helados y conforman una masa sólida. El tuco se escurrió hacia abajo. No hay vino, no hay vaso y no hay queso.

- ¡Gorda! ¡Falta el queso rallado!

- Buscátelo vos, gordo, no hinchés. Estoy en la cama. Desde las ocho que no paro.

Fernández está agotado y un poco triste. Piensa en sus hijos. Llama al nene:

- ¡Facu, Facu! ¡Vení y alcanzame el queso rallado!

El adolescente no contesta. Seguramente, no ha oído. Tiene la música a todo volumen. Puede ser regaetton, rock-and-roll o funk. ¿Cuál será la diferencia?

- ¡Jessica, vení, dame una mano! ¡A ver si me alcanzás el vino y el queso!

La hija tampoco acude. Ultimamente, sale a bailar todas las noches, vuelve a las diez de la mañana y después claro, está todo el día durmiendo. La Facultad no la atrae, no la engancha. Ella dice: "No es lo mío".

Reprimiendo una maldición entre dientes, el Sr. Fernández se levanta exhalando un quejido (los riñones pesan) y camina hasta la cocina. Revuelve la alacena, la heladera, la mesita chica, con cierta exasperación, sin encontrar el vino ni el queso rallado. Se le cae estrepitosamente un balde con trapos y cepillos. Alarmada, acude Nelly.

- ¿Qué pasa, gordo? ¿Estás rompiendo todo? ¿Otro ataque de furia?

- No, Nelly, es que vengo de mal humor y los fideos están fríos. Tuve que tomar el colectivo.

- ¿Y por eso gritás y golpeás, por eso insultás como un loco?

Nelly está en chinelas. Inspira profundamente para extraer todo el humo de su cigarrillo y se ve que le tiemblan las manos. Es entonces cuando se quiebra, se quebranta por el peso de la pena. Los ojos se llenan de lágrimas. Con el pulgar y el índice de la mano derecha se oprime el puente de la nariz, entre ambos ojos. Está llorando, y es en ese instante que emite el justo reproche:

- ¡Machista, autoritario, facho!



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